2023/03/10

[172] ¿FILÓSOFOS? ¿PARA QUÉ…?. JEAN FRANÇOIS REVEL. (CAP. 9. 3ª PARTE Y FINAL)

 

(3ª parte y final)

El punto de vista académico solo considera como auténticamente especulativas las doctrinas que pretenden una explicación radical, íntegra y sistemática de todas las cuestiones, mediante la reflexión de una sola persona, cualesquiera que sean la amplitud y la precisión de sus conocimientos, la época en la que viva, y su inteligencia en el sentido habitual del término, en tanto que individuo contingente. Es evidente que se trata de una petición de principio, de una inaceptable enormidad, que tiene su raíz, en última instancia, en años de una concepción religiosa de la verdad [9.6]. En efecto, sólo en el caso de una revelación, de un “soplo” a una mente temporal y finita por una realidad suprasensible y eterna, un sistema filosófico, en el sentido académico del término, sería posible, —incluso, por supuesto, cuando se trata de doctrinas que pretenden colocar el Tiempo en el centro de sus preocupaciones.

“El cometido de la filosofía planteada así, escribe Engels, no significa otra cosa que pedir a un filósofo concreto que lleve a cabo lo que sólo puede hacer la humanidad toda en su continuo avance [9.7]

Por cierto, no pienso mostrar asombro porque la filosofía contemporánea no haya tenido en cuenta la objeción de Engels, puesto que toda ella tiene como única finalidad el evitarla. Pero es extraordinario que ni siquiera tenga en cuenta las críticas que forman parte de la tradición más clásica, incluso de la más idealista: no ha considerado con seriedad ni las objeciones de todo el siglo XVIII —ni siquiera las de Kant —contra los grandes sistemas dogmáticos y las fantasías de la metafísica, —ni tampoco las objeciones de Kierkegaard contra todo un aspecto del hegelianismo, o las formuladas por Nietzsche en Más allá del Bien y del Mal—. El modo de actuar habitual de la filosofía es la ignoratio elenchi, —la ignorancia deliberada de la refutación. Se investigan las objeciones que “renuevan” los problemas, se cierran los ojos ante las críticas que destruyen esos mismos problemas: la filosofía se ha vuelto un formalismo. A semejanza de la democracia burguesa y del cristianismo [9.8], la filosofía académica tiene una capacidad prodigiosa de “encajar” los golpes más duros, y hasta de ahogar los descubrimientos que le son peligrosos bajo tal marejada verbal que consigue aparentar haberlos creado ella misma.

A menudo se oye decir que la filosofía inspira la literatura de nuestro tiempo. También se oye a veces deplorarlo: demasiada metafísica en la escena y en la novela, gimen los defensores de la literatura pura. Paradoja curiosa, aunque muy extendida. Porque, ¿cómo no verlo? Exactamente es lo contrario lo que es verdad desde hace un siglo, y es sobre todo la literatura lo que está en la base de la filosofía de nuestro tiempo.

No cabe duda, pocas obras literarias manifiestan hoy, en trazo grueso, intenciones filosóficas más explícitas que lo hacían, por ejemplo, la mayoría de las obras del pasado siglo. Este hecho corresponde a un retroceso de las formas narrativas, cuya primacía fue solo momentánea. Pero incluso ese momento, lejos de afirmar el triunfo de la pura literatura —fantasma a fin de cuentas tan inasequible como el de la pintura absolutamente realista o el de la economía completamente liberal—, fue por el contrario aquel en el que la Literatura, en ausencia de toda filosofía formal aceptable jugó, de la manera más nítida, el papel de instruir. La literatura moderna ha sido nuestra filosofía, y lo ha sido para los propios filósofos. Es de la psicología de Stendhal, de Dostoievski o de Proust de lo que hacemos uso para tratar de comprendernos a nosotros mismos y a nuestros semejantes, y no de la de Bergson, de Brentano, del Sr. Pradines o de Sr. Merleau—Ponty. Es en Joyce, o en Kafka, o incluso en Pirandello, donde hemos hallado los elementos de lo que, para nosotros, es lo más parecido a una metafísica, y no en Whitehead o Heidegger. Y si existe una moral, o unas morales que sean específicas de nuestro tiempo, formas nuevas de ver moralmente al hombre, sea como sujeto pasivo o activo, son Dos Passos, T. E. Lawrence o Malraux quienes tomaron conciencia de ello, no Jaspers o Max Scheler. Se podrían citar otros muchos ejemplos de obras o de tendencias, incluso discutibles desde un punto de vista estético u olvidadas (aquí no se trata de crítica literaria), en los que se hallan algunas de las fuentes de nuestra reflexión y de nuestra sensibilidad.

Por contra no vemos donde está esta famosa influencia de la filosofía sobre la literatura. De hecho, se limita a un caso preciso y único, el de un gran escritor filósofo, a saber, Sartre. Es por lo que él transmitió literariamente por lo que jóvenes novelistas y autores dramáticos se expusieron de modo brusco a trepidaciones heideggerianas. Fue a consecuencia de un artículo inolvidable, de tres páginas, sobre la intencionalidad en Husserl, como ofreció la idea de una psicología descarnada y directa, y permitió renovar algo las metáforas de la psicología bergsoniana. No había nada de ello en Husserl, que por entonces zozobraba en los problemas artificiales e insolubles de los inéditos [9.9]; es el sentido poético de Sartre en este artículo, junto a las primera páginas de El Ser y la Nada, lo que ha determinado la idea real que se tiene de la fenomenología. A la inversa, no vemos cómo El Ser y la Nada hubiera podido ser escrito si Dostoievski, Proust, Dos Passos, Faulkner o La Náusea no hubieran existido. Lo que en parte salva ese libro, con su modo de desplegarse sobre varios planos y compensar sin tregua lo abstracto con lo concreto y recíprocamente, es que desborda la filosofía y que más que un libro de filosofía es el libro de una cultura.

Si la filosofía reflexionara sobre la literatura como lo hace Sartre, igual que sobre otras realidades de nuestro tiempo, jugaría su papel como filosofía y se ahorraría muchas banalidades. Pero, por contra, siempre consiste en apropiaciones subrepticias. Vemos poco a poco todas las nuevas ideas de la novela, de la crítica, de la poesía (hablé más arriba de los dominios no literarios: economía, psicoanálisis, medicina, etc…) deslizarse, una a una, en las obras de los filósofos, que de repente se ponen a rezumar descubrimientos imprevistos sobre Cézanne o el Surrealismo, presentados como instantes necesarios de su propio pensamiento. La filosofía no reflexiona sobre la literatura, imita sus modas, lo que es completamente diferente.

Porque, de hecho, ¿qué es nuestra filosofía sino una provincia de la literatura, de esa literatura que los filósofos fingen despreciar a la vez que, ávidamente, buscan un halo del tipo de reputación que proporciona? Vamos, Señores, seamos serios, ¿qué es Ser y Tiempo sino un ejercicio de estilo de cabo a rabo?

Pero actuando así, por desgracia, ni se hace buena filosofía ni tampoco buena literatura. La buena literatura habla de la realidad y plantea los problemas que las personas sienten la necesidad de ver plantear. Es curioso que sea en los filósofos, más que en los escritores de nuestro tiempo, en quienes se piense leyendo esta frase de Alberti: “Considero insensatos aquellos que buscan en las letras algo distinto que el conocimiento”.

Porque ciertamente es “algo distinto” que el conocimiento lo que buscan hoy los filósofos.

Pero este “algo distinto” no lo encontrarán porque no existe.

Es lo que comprendieron desde hace tiempo la ciencia, el arte, la literatura, las ciencias humanas. Pero la filosofía, que se encargaba de hacerlo comprender a los demás, todavía no lo ha comprendido ella misma. Sola en la cultura moderna, no ha hecho su revolución.

La filosofía es la última fachada bajo la que se perpetúan los dos poderes de sugestión de los que precisamente todo el pensamiento moderno trató y consiguió, en los restantes campos de la vida intelectual, liberar el alma humana: la religión [9.10] y la retórica.

En todas las épocas la religión ha sido un sucedáneo de la filosofía. En la nuestra, es la filosofía lo que es un sucedáneo de la religión. Sus representantes, con Malebranche, siguen creyendo que, en el fondo, “es el propio Dios quien alumbra en los filósofos los conocimientos que las personas desagradecidas llaman naturales”.

En cuanto a la retórica, es en sí misma una mera forma de superstición. Consiste, en realidad, en convencerse y en convencer al auditorio de que, empleando cierta jerga y ciertos giros, nos colocamos más allá de las dificultades de la realidad. Sustituye la solución por el hechizo.

En este sentido nuestra filosofía es un caso particular de magia imitativa. Es al conocimiento lo que la magia a la acción, o la “rueda de oraciones” de los monjes tibetanos a la meditación. Porque aspira a renovarse conservando palabras tomadas de épocas con problemas que nos resultan ajenos, y esencialmente inaprensibles. Revoluciones vanas y tímidas, demasiado abundantes para no resultar sospechosas, y tan irrisorias, tan imperceptibles, tan patéticamente encerradas en el pequeño círculo de ejercicios radicalmente invariantes, en las que ¡ay!, l’esprit de géometrie  está tan ausente como l’esprit de finesse. De este modo, cotarro [9.11] de charlatanes y obtusos, la filosofía cae en la marginalidad: oscila entre el humanismo hipócrita, el eclecticismo confeccionado con conocimientos de segunda mano, el truco etimológico a la manera de Heidegger, la banalidad pedante y la teología vergonzosa. 

Entonces, ¿para qué de bueno, realmente, [sirven] los filósofos, o al menos estos filósofos, si su filosofía se ha convertido en lo contrario de la filosofía, si la disciplina de liberación por excelencia ha degenerado poco a poco en esta plácida letanía de fórmulas venidas de todos los estratos del tiempo y de todos los rincones del espacio, y si la presunta escuela del rigor no es más que el refugio de la pereza intelectual y de la cobardía moral?.

FINAL DE POURQUOI DES PHILOSOPHES? JEAN-FRANÇOIS REVEL


PERORACIÓN. "El mayor disgusto que ha tenido Eugenio d'Ors en su vida, se lo dio el duque de Alba un día que invitó a Ortega y Gasset a una soirée y no le invitó a él. El autor de Religio est libertas literalmente lloró... Este hombre fue durante años el filósofo más grande de este país. ¿Queréis hacerme el favor de decirme, pues, qué es la filosofía?" [9.12].


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PS del 30ENE2024

Como continuación de lo expuesto en la introducción [153], deseo informar de la publicación de mi traducción de El Antiguo Régimen y la Revolución (ISBN 9788409368433), el gran clásico de Alexis de Tocqueville, según la versión de su primera edición en 1856. 

Incluye por ello dos notas habitualmente omitidas en las traducciones existentes, de las que destaco los 'Impuestos feudales que perduraban en el momento de la Revolución, según los expertos de la época', ya que Tocqueville señala la secular desigualdad de los franceses ante el impuesto como una de las causas de las que surge 1789.

En ella actúo en calidad de traductor/editor/publicista/comercializador... Está disponible en librosefecaro@gmail.com, en relación directa con el lector o librero artesano, y en Amazon-books (si bien en mi edición la impresión final estuvo bajo control, en la plataforma on-line ello no está a mi alcance). En España, la web todostuslibros.com publicita algunas de las escasa librerías que disponen de ejemplares a la venta.

En mi propósito de favorecer en lo posible la difusión del pensamiento y obra de Alexis de Tocqueville -alguien lo tiene que hacer-, he optado por una vía editorial que, si bien me ha permitido establecer un PVP (20€/ud., envío a territorio peninsular incluido. Otros destinos, gastos de envío a determinar según lugar) imposible en un sistema de distribución al uso, limita sobremanera el canal comercial, sin menoscabo de una presentación final de una calidad más que aceptable.

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[9.6 Por otra parte, la Iglesia ha entendido el interés de la filosofía moderna al respecto. No hay más que constatar la asombrosa proliferación de jesuitas—fenomenólogos y de abades dialécticos en los Congresos de Filosofía.

[9.7 Ludwig Feuerbach y el final de la filosofía clásica alemana.

[9.8 NdT. Es palmario el prejuicio —e ignorancia de su profundo significado, que JF Revel sostiene ante el cristianismo. No me duelen prendas el repetir que, a mi juicio, la tesis política de mayor calado que cabe atribuir a Alexis de Tocqueville es la raíz cristiana de la Democracia. La Democracia, en su auténtica acepción —sistema político basado en los hechos sustantivos de la representación política de los individuos y de la separación de poderes—, es fruto del huerto cristiano, si bien cultivado por la mano protestante de los descendientes  de quienes arribaron en el Myflower cuando Castilla llevaba más de un siglo emulando la gesta de Roma, a decir de Alfonso Reyes, en el Nuevo Mundo. Deduzco que JF Revel desconocía por completo el pensamiento y obra de A de Tocqueville...

[9.9] Desde hace veinte años, los exégetas franceses de Husserl establecen como principio que Experiencia y Juicio representa el último estado de la filosofía de Husserl, y, desde luego, encuentran todas las razones necesarias para ello. Sin embargo, han equivocado la fecha de la publicación —tardía— de esta obra con las fechas reales, bastante antiguas, en las que Husserl escribió los textos que lo componen. A partir de este error de hecho han “demostrado” cómo en Husserl se daba un desplazamiento “necesario”, desde la obra titulada Lógica Formal y Lógica Trascendental,  a Experiencia y Juicio. No obstante, Lógica Formal y Lógica Trascendental, lo sabemos en este momento, fue escrita DESPUÉS que Experiencia y Juicio. 

[9.10 NdT. Quizás resulte otro fantasma a fin de cuentas inasequible. ¿Acaso el hecho religioso no es un hecho universal, en lo que conocemos, surgido en todos los rincones del espacio y del tiempo por los que han transitado los grupos humanos...? 

[9.11 NdTApanage, en el orig.; privilegio, coto, feudo, en sent. figurado. 

[9.12 NdTMadrid, 1921. Un dietari. Josep Pla. Selecta. Barcelona, 1957, p. 200.


2023/03/04

[171] ¿FILÓSOFOS? ¿PARA QUÉ…?. JEAN FRANÇOIS REVEL. (CAP. 9. 2ª PARTE)

 

(2ª parte)

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De consuno con el esfuerzo de los filósofos contemporáneos, los historiadores de la filosofía tratan de recomponer su pasado de un modo que obedece a la misma preocupación. Su método —ya dijimos algo de ello—consiste en estudiar las doctrinas pasadas exactamente igual a como los actuales filósofos conciben las propias, es decir, colocándose más allá de la pregunta de saber si son “ciertas” o “falsas”, en el sentido vulgar, y tomándolas como necesidades que se entroncan con la esencia [9.2] del “espíritu filosófico”. Las doctrinas quedan así totalmente desarraigadas. Una filosofía pretérita, concebida con arreglo a ciertos problemas y a una cierta visión del mundo, y en el momento en el que esos problemas y esa visión ya no existen para nosotros, será expuesta como si fuera una doctrina contemporánea. Son respuestas escindidas de sus preguntas, porque enlazarlas sería presentar la filosofía como una “corriente de ideas” y no como “filosofía”. Es por lo que la historia de la filosofía, en nuestros días, ya no busca qué quiere decir una doctrina, sólo estudia su manera de decirlo. Es una historia descriptiva, y resulta llamativo constatar que en una época en la que las ciencias históricas quieren dejar de ser “episódicas” —meramente descriptivas de acontecimientos—, la historia de la filosofía se vuelve, por el contrario, episódica y apenas proporciona otra cosa que la bibliothèque rose [9.3].

Esta historia oficial de la filosofía trata de explicar los sistemas clásicos o modernos transponiéndolos a una esfera en la que únicamente la filosofía explicase la filosofía. Así, al convertirla en infalible, la hace ininteligible. Hacer ver que con frecuencia cambia de contenido no supone hacer de la filosofía un conocimiento contingente: lo que la aboca a la contingencia y a la arbitrariedad, por el contrario, es hacer “como si” no se supiera, porque esto conduce a ofrecer de ella una reconstrucción artificial. En efecto, la historia oficial se ve forzada, por ejemplo, a conceder a aspectos accesorios de la obra de un filósofo el mismo valor que a sus tesis centrales. Las debilidades, las ignorancias, los perjuicios deberán justificarse del mismo modo que las ideas esenciales, y, a la vez, éstas perderán su significado ya que todo se desplegará a un mismo nivel. Se expondrán las razones sumamente ligeras y literarias por las que Descartes elige la hipófisis como sede de la unión de alma y cuerpo, con el mismo tono que la teoría del Cogito. Entre los más grandes filósofos hay intransigencias (en Descartes, la incomprensión de la verdadera física, la de Galileo, por ejemplo) y lagunas. ¿Se desean más ejemplos? Spinoza escribe, Ética, IV, Prefacio: “La música es buena para el melancólico, nefasta para el apenado”. Esta consideración ¡forma parte de la demostración de un principio metafísico! ¡Qué cantidad de nociones confusas, de términos aproximados, sólo en esta frase! Lo primero que se aprecia es la idea superficial que Spinoza se hace de la música, y qué música conoce. A continuación, ¿qué es un melancólico? ¿En qué es “buena” para el melancólico la música? Tras esta opinión elemental, ¡qué experiencia lapidaria de los personas y de la vida se entrevé! Estos deslices son frecuentes en Spinoza. Por ejemplo (Ética, Sec. III, prop. 2): “Nos creemos libres de hablar o de callar, ahora bien, hay comadres que no pueden evitar hablar”. También ahí, ¿qué pinta un argumento tal en una demostración metafísica? Se trata de demostrar que nuestras acciones están totalmente determinadas, demostración que debería poder aplicarse a quienes “son dueños de si mismos”, en sentido empírico, exactamente igual que a las comadres charlatanas.

Ante tales inconsistencias los historiadores de la filosofía adoptan una actitud ambigua. Por una parte, saben perfectamente que, si hallaran estas opiniones en cualquier texto literario, las considerarían simples tópicos. Sin embargo, dicen, no son tópicos porque estas opiniones se demuestran, se deducen filosóficamente. Pero, por otra, saben muy bien que no es verdad, que aquí sólo nos las vemos con demostraciones en un sentido completamente metafórico. De hecho, se trata de un caso de superposición de principios metafísicos a opiniones, extraídas por el filósofo de su particular y limitada experiencia de la vida de acuerdo con su propia sensibilidad. Lo que por otra parte no perjudica en modo alguno el interés del spinozismo, sino solo a la idea que se quiere transmitir de él. A partir de ahí, la mala fe del historiador consiste en no tomar partido claro por ninguno de los dos enfoques: si Ud. señala que la doctrina, como sistema, ofrece una componente considerable de arbitrariedad, se le responderá que la intuición fundamental persiste admirable y que el conocimiento del hombre es de una excepcional profundidad; y si Ud. hace la observación de que precisamente el conocimiento del hombre se evidencia lapidario y banal, se le responde que esta impresión obedece a que Ud. no capta que todo el valor de estas nociones procede de que se deducen y demuestran filosóficamente. En filosofía, el lector siempre se equivoca... Hay que transfigurarlo todo vinculándolo con no sé qué palabra clave. Cada vez que un filósofo hace una vaga observación concreta, se extasían por las “preciosas observaciones”, las “apreciaciones directas”. Se escribe, a propósito de Plotinio: “Plotinio describe con mucha humanidad esta etapa intermedia entre una virtud práctica simplemente y la verdadera libertad del sabio [9.4]”. Sigue la cita de las Enéadas, 1, 2, 5, que es una retahíla de trivialidades espiritualistas y de tópicos morales. Resulta notable, pues, la admiración de quien comenta, que se maravilla de que Plotino se haya avenido “con mucha humanidad” a consagrar diez líneas de banalidades a lo que constituye, en suma, el problema de la vida humana en su totalidad…

Y en efecto, en esta perspectiva, los argumentos no los aporta el autor estudiado como pruebas más o menos consistentes: se otorgan a título gratuito. Ni siquiera son argumentos, son hechos: el filósofo pensó esto. Como para el creyente, el argumento se confunde con el hecho de la revelación. El mejor historiador de Descartes, M. Guéroult, escribe por ejemplo [9.5]: “Para el filósofo subsiste la doble obligación, la de señalar la posibilidad técnica de ese hecho (el error de los sentidos) y, a la vez, la de absolver a Dios. Si no, el dogma (lo destaco yo) de la infalibilidad divina se desvanece, y el fundamento de las ciencias se desmorona. La búsqueda de la solución irá en la siguiente dirección: 1º se reducirá al mínimo el error intrínseco del sentido... (¿Cómo “se reducirá”? ¿Acaso esto depende de Descartes?) 2º la explicación de la posibilidad técnica de este mínimo… será tal que pondrá en evidencia la bondad divina, etc…” (¿Cómo “será tal”? ¿Quién lo decide?). Así, la importancia de los problemas y el discurrir habitual de la búsqueda intelectual se invierten: una doctrina ya no es un conjunto de conceptos que sirve para comprender la realidad, sino un objeto consagrado al que se rinde culto. Ya no se trata en absoluto de estudiar al hombre, sino de pintarlo de tal modo que Dios y el cartesianismo se justifiquen. En el límite, acabamos por leer frases de este tenor: “En efecto, sabemos que, en Plotino, la Inteligencia es siempre lo que, etc…”, “Ahora bien, en Hegel, desde el momento en el que la Idea, etc...”. Esto ya no es historia de la filosofía, es historia natural. Se hace imposible cualquier visión de una filosofía en perspectiva según el escalonamiento de sus verdaderos propósitos y sus contenidos reales. Toda justificación auténtica, toda comprensión de lo que el autor pensó verdaderamente y quiso hacer pensar, y por qué, y por qué así, son enrasados en una visión que es como la proyección sobre un plano de una realidad tridimensional. Es exactamente la causa por la que la intención sustituye al hecho, y el propósito a su realización.

A menudo se intenta justificar este modo de escribir la historia, que es también un modo de hacer filosofía, diciendo que es imposible hablar de un gran filósofo sin “adentrarse en su problemática”. Pues bien, esta expresión oculta o un truismo o una excusa perezosa. Si significa que para comprender una filosofía hay que ubicarse en el eje de los problemas que plantea, o más bien de la manera en la que los formula, de las preocupaciones que son suyas, etc…, no es más que un truismo, la visión certera en el estudio de cualquier cosa: época histórica, obra de arte, etc... Si significa, como de hecho es el caso más frecuente, que no hay que salir de esta problemática, entonces es una excusa perezosa que acaba por hacer de la historia de la filosofía lo que realmente es en la actualidad: una paráfrasis. “Adentrarse en el pensamiento del autor” solo significa, pues, aceptar como evidentes las ideas a las que éste recurre sin demostración. En consecuencia, nunca habrá que emitir juicios porque ello siempre nos obliga a desgajar un fragmento de una doctrina. Aquí, de nuevo, se confunde el problema pedagógico y el problema filosófico, el período al que hay que abrirse con abnegación a una doctrina para entenderla, y aquel en el que, una vez entendida, se trata de apreciar qué nos ha hecho entender. ¿Y si por casualidad fuera el autor el culpable de nuestras incomprensiones? “¡Jamás!, clama el historiador de la filosofía. Relea, relea, adéntrese en el pensamiento del autor...”. Sí; siempre hay un instante en el que, a fuerza de adentrarse en el pensamiento del autor, de leer, de releer, de calentarse la cabeza y vociferar formulismos, se “entiende”, en efecto, o al menos se ha olvidado lo suficiente como para tener el derecho de murmurar en la penumbra: “He entendido”.

Entender significa, pues, identificarse con un lenguaje. Pero explicar históricamente los términos sería admitir, ciertamente, que estos términos no han surgido únicamente de la toma de conciencia directa de una verdad autónoma, y que la filosofía no se explica únicamente por sí misma. Por otra parte, al impedirse exponer una doctrina en términos diferentes a los que ella misma invoca como justificación, desaparece la fecundidad. Se la considera un saber absoluto, ya que se establece como principio que toda forma de entenderla ha de coincidir forzosamente con la manera en la que se entiende a sí misma, pero por ello mismo se rompen los vínculos con todo lo que constituye sus fuentes efectivas y los puntos de aplicación posibles; en consecuencia, se la hace incomprensible, por muy minuciosamente que se exponga. Los historiadores de la filosofía proceden, ante un sistema, como lo haría un historiador que estudiara un tratado diplomático desde un punto de vista estrictamente literal, que analizara las mínimas sutilezas y los más pequeños matices de las palabras del tratado, pero sin decir nada de los acontecimientos que condujeron a su elaboración y firma, de las naciones que lo han suscrito, de la manera en la que fue aplicado y de las consecuencias prácticas que tuvo. Cuando los historiadores de la filosofía investigan los orígenes y los puntos de partida de una filosofía, es solo en los restantes sistemas filosóficos; y cuando estudian su eficacia e influencia, es la influencia sobre los filósofos posteriores de lo que se trata. Al igual que, repito, haría una historia superficial que se limitara a estudiar la sucesión de tratados, pero fingiera creer que entre ellos no ocurre nada.

Pero (igual que entre tratados) entre las filosofías suceden cosas, y junto a la problemática literal de una doctrina está su problemática real. Y es a la que hay que dedicarse, sin lo cual se hace de la filosofía algo insignificante, una especie de representación diplomática del pensamiento humano, encargada de ofrecer los cócteles y los decorados que señalan el final de las grandes revoluciones, a la vez que de edulcorar los resultados.

Es por lo que he tratado de mostrar a la vez cómo se hace filosofía, y cómo se rehace la historia de la filosofía pasada, hoy. Si he intentado luchar contra el dogmatismo con el que se expone en la actualidad el pensamiento de los grandes autores, si no he dudado en poner en evidencia ciertos pasajes arbitrarios, incluso ciertos ridículos de sus obras, no es porque sitúe en el mismo plano aquellos grandes autores pasados y ciertos impostores contemporáneos. He querido luchar contra el modo en el que estos mismos impostores esterilizan las doctrinas que comentan para hacer creer que las suyas son fecundas. Prohibiendo toda discusión “a fondo”, todo estudio concreto y vivo, sin contemplaciones, se desemboca en una reedición pura y simple del “Aristóteles dixit” medieval. No es una casualidad el que una historia de la filosofía que generaliza el argumento de autoridad pase por ser la única historia seria en el mismo momento en el que triunfa, en la actualidad, la “filosofía—citas” de Sr. Heidegger, que únicamente tiene por discípulos a sus propios traductores o parafraseadores. En tal atmósfera intelectual toda objeción es una incomprensión; por el solo hecho de exigir explicaciones Ud. mismo se arroja a las tinieblas exteriores, no tiene derecho más que al desprecio y al anatema.


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PS del 30ENE2024

Como continuación de lo expuesto en la introducción [153], deseo informar de la publicación de mi traducción de El Antiguo Régimen y la Revolución (ISBN 9788409368433), el gran clásico de Alexis de Tocqueville, según la versión de su primera edición en 1856. 

Incluye por ello dos notas habitualmente omitidas en las traducciones existentes, de las que destaco los 'Impuestos feudales que perduraban en el momento de la Revolución, según los expertos de la época', ya que Tocqueville señala la secular desigualdad de los franceses ante el impuesto como una de las causas de las que surge 1789.

En ella actúo en calidad de traductor/editor/publicista/comercializador... Está disponible en librosefecaro@gmail.com, en relación directa con el lector o librero artesano, y en Amazon-books (si bien en mi edición la impresión final estuvo bajo control, en la plataforma on-line ello no está a mi alcance). En España, la web todostuslibros.com publicita algunas de las escasa librerías que disponen de ejemplares a la venta.

En mi propósito de favorecer en lo posible la difusión del pensamiento y obra de Alexis de Tocqueville -alguien lo tiene que hacer-, he optado por una vía editorial que, si bien me ha permitido establecer un PVP (20€/ud., envío a territorio peninsular incluido. Otros destinos, gastos de envío a determinar según lugar) imposible en un sistema de distribución al uso, limita sobremanera el canal comercial, sin menoscabo de una presentación final de una calidad más que aceptable.

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[9.2 NdT. L'en-soi , en el original.  La naturaleza propia y auténtica de una realidad que existe absolutamente, independientemente del conocimiento que tengamos de ella. 1. [Entre los escolásticos] Lo que caracteriza a la sustancia cuya cualidad es existir en sí misma. 2. [En Kant]. Lo que existe absolutamente, independientemente del pensamiento que lo aprehende. 3. [En Sartre y los existencialistas] La realidad del ser que es, pero permanece opaca a los demás y a sí misma.

[9.3 NdT. La Bibliothèque rose,  colección de libros infantiles de la época. 

[9.4 Maurice de Gandillac: La Sabiduría de Plotinio, p.92.   

[9.5 Martial Géroult,  Descartes, según el orden de las razones, t. II, p. 169.  


2023/02/24

[169] ¿FILÓSOFOS? ¿PARA QUÉ…?. JEAN FRANÇOIS REVEL. (CAP. 9. 1ª PARTE)

  

(1ª parte)

«El defecto casi general en todos los conocimientos imperfectos es el aunar varias cuestiones en una y considerarlas todas por igual».

Descartes [9.1]

 

Así que la mayor hipocresía de las personas que actualmente hacen profesión de filosofar es, sin duda hacer creer, que la filosofía existe. “La filosofía tiene como misión, la filosofía ha de …”, esas fórmulas, que se asestan al público hasta en los periódicos (por ejemplo, el Sr. Merleau—Ponty en el Express del 26/6/55), tienen el inconveniente de sugerir la ilusión de que existe una continuidad, una unidad, una homogeneidad en “la” filosofía. Ahora bien, esa voz, a través de la historia como en el seno de una misma época, se aplica a las obras más diversas, las más heteróclitas y, a veces, las más incompatibles. Sin ir más lejos, en el siglo XVII, por ejemplo, se denominaba filósofo a toda persona que se ocupara de la ciencia. Descartes escribe en el prefacio de los Principios: “Por ello toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que salen de este tronco son todas las demás ciencias que se reducen a tres principales, a saber, la medicina, la mecánica y la moral”. Galileo se considera un filósofo cuando se entrega a las experiencias sobre la caída de los cuerpos. —En otras épocas de la literatura filosófica bastará, para ser filósofo, con desarrollar las preocupaciones que afecten a la naturaleza de la virtud y la felicidad del juicioso, sin interesarse sino de modo muy lejano por el saber: es el caso de Epicteto, de Séneca o de Marco—Aurelio, autores bastante cercanos a los que más tarde los franceses llamarán moralistas. Por no mencionar aquellos cuya problemática es de una originalidad verdaderamente desconcertante. Como Berkeley, cuando declara en su Comentarios Filosóficos “Solo publico esto para saber si otras personas piensan como nosotros, los irlandeses. Tal es mi intención, y no expresar mi propia opinión...”

Por cierto, el filósofo nos invitará siempre a dejar esta diversidad en la epidermis, a buscar en lo más profundo la inspiración fundamental común a tantas obras tan diversas. Los filósofos, en efecto, son tan acres para discutirse entre sí la calidad de “auténtico” filósofo, como para atribuírsela a todos en bloque cuando se trata de defenderse de personas de fuera.

Ahora bien, precisamente, ahí radica todo el problema, porque nada es menos evidente que la unidad de inspiración en el conjunto de los libros que aparecen bajo la etiqueta “filosofía”. A veces un filósofo es un hombre que busca determinar el estado en el que se hallan los avances de los conocimientos científicos de su tiempo, y cuya preocupación esencial es distinguir entre lo que puede ser conocido con certeza de lo que no es conocible: es el caso, por ejemplo, con importantes diferencias, lo que anima la búsqueda de Descartes o de Kant. Pero nos equivocaríamos creyendo poder caracterizar toda la filosofía por esta primacía del concepto, de la demostración, de la organización sistemática. En efecto, también son filósofos autores que se caracterizan por la ausencia de demostración y de rigor, como Plotino, por ejemplo, y en los que la filosofía es una especie de meditación religiosa, de exaltación mística progresiva, en la que los conceptos son utilizados más por su poder de sugerencia que como determinaciones rigurosas, en la que lo que domina es la metáfora, y que solo son legibles si se acepta de partida, como un postulado, participar en una cierta atmósfera espiritual. —Sin embargo, se dirá, este carácter no demostrativo no excluye una cierta forma de rigor—. Desde luego, pero de tomar así las cosas no hay nada que carezca de una cierta forma de rigor: poesía, novela, pintura o música. Ahora bien, aquí de lo que se trata es de filosofía y de demostración. Por tal razón, no podemos decir de ninguna manera que, por ejemplo, Ser y Tiempo sea un libro de filosofía. Bien que se aprecia en él un pensamiento que, en efecto, alude a conceptos de de filosofía, que hace uso de un lenguaje que pertenece al género filosófico, desde el punto de vista lexicográfico. Pero ¿basta con ello? Al fruto de una imaginación puramente poética muy bien puede darse forma de demostración. Es un modo de escribir como otro cualquiera. En todo Heidegger hay algo de forzado, sin ser incontestable.

¿Dónde reside pues la unidad de la filosofía? Sin contar que también se adscribirían a la filosofía, en principio, ramas tan diversas como la psicología, la sociología (en consecuencia, la economía, el derecho, la fonología, etc…), nociones de biología, de estética, etc…, etc…  ¿Qué relación hay entre un especialista de psicología animal y un historiador de la filosofía griega? Sin embargo, ambos ¡son “filósofos”! Este amable popurrí, del que algunos elementos provienen del más clásico de los estudios de las humanidades en general, otros son de inspiración metafísica y religiosa, otros se vinculan al Derecho, la Medicina, etc…, es lo que se denomina filosofía.

Por cierto, quienes tienen como oficio filosofar no sienten, por lo general, ninguna tribulación al replicar tales observaciones. La filosofía, dirán ellos, es justamente esta interrogación constante; es el perpetuo cuestionamiento de sí misma. —Pero ¿en qué ese cuestionamiento es lo específico de la filosofía? Las formas literarias, las instituciones políticas, las matemáticas, las artes ¿no se ponen también en cuestión de modo permanente? —Sí, pero la diferencia, dirán aquellos que hacen profesión de filosofar, es que, en el caso de la filosofía, ese cuestionamiento se refiere al propio Ser en general, porque el sentido de la filosofía tiene por objeto al propio ser, en general. —¿No se percibe que esta respuesta nos remite, de nuevo, a la disyuntiva de las partes y el todo? Si el cometido de la filosofía es pensar el ser, ¿qué contenido habrá que dar a esta noción del ser? ¿Se pondrá la filosofía en el lugar de las diversas ciencias y actividades espirituales o prácticas, como aun creyó poderlo hacer con Hegel, intentar una deducción lógica y sistemática de lo real paralela a la de las ciencias concretas? Sabemos por lo demás que tal método sólo puede ser una quimera. Las actividades no filosóficas, después de todo, también tienen al ser por objeto, y negarlo ya es, precisamente…, una tesis filosófica. ¿Será el cometido de la filosofía el pensar el significado de las ciencias, no el de ponerse en su lugar? Esto nos remite al problema de toda filosofía reflexiva, basada en informaciones previas. En fin, podríamos decir también que el papel de la filosofía consiste, dentro de los límites de mi conocimiento y de mi experiencia, en pensar en lo que me sucede con relación al sentido de mi existencia. ¿Pero no es ésta tan solo una de las concepciones de la filosofía, cuya historia, lo vimos, cuenta con muchas otras? Y, además, por otra parte, ¿en qué es exclusivamente filosófica esta preocupación? La reflexión moral, el arte, la historia ¿no son también reflexiones sobre el sentido de la existencia? Sí, dirán los profesionales, pero la diferencia es que la filosofía tiene un carácter demostrativo, apodíctico, sistemático; lo cual, lo hemos visto, es falso.

Parece llegado el momento de proponer el abandono de la palabra filosofía, que no remite a ningún dominio determinado y tan apenas sirve de espantajo destinado a impresionar a los “literatos” y, ante cualquier intento de rebelión por su parte, a hacerles volver en razón, me atrevo a decir. Lo que existe no es “la” filosofía, es un cierto número de libros, escritos por personas más o menos capaces sobre los asuntos más diversos. En principio estas personas reflexionan, tratan de sostener lo que dicen con argumentos y de dar el interés más amplio posible a sus textos. Para ello se les permite forjarse un cierto vocabulario, a condición de que sea para ganar precisión y no para perderla. Si estas condiciones se satisfacen, entonces podremos decir a veces, con mucha cautela, que tal o cual libro tiene un valor “filosófico”. Pero será porque esas condiciones se satisfacen, y no por una participación mágica en un absoluto, en una hipóstasis, que sería LA filosofía.

No obstante, los filósofos de nuestro tiempo permanecen fieles a este ideal medieval más o menos conscientemente, a esta noción implícitamente religiosa de su papel, y llaman filosofía a ese sueño de una disciplina rectora, que sería a la vez ciencia y sabiduría, conocimiento de lo absoluto y principio jerarquizante del resto de conocimientos, que tomarían de ella su significado último. La filosofía de nuestra época es un intento desesperado por ocultar, y ocultarse a sí misma, la dispersión de tal concepción.

No hace mucho, con Bergson, por ejemplo, establece como principio que el papel de la filosofía no es otro, en realidad, que explicar el mundo exterior, ámbito en el que las ciencias de la naturaleza han conseguido “éxitos incuestionables”. A partir de ese momento, la filosofía se reserva la esfera espiritual. Pero precisamente el filósofo tendrá que rectificar ahí errores que provienen de haber creído poder utilizar para el conocimiento del espíritu, de manera abusiva, los métodos adecuados al conocimiento de la materia. Una vez recuperado el “leve adelanto” tomado por las ciencias del mundo exterior sobre las del mundo interior (hecho puramente accidental, de paso; en una página reveladora de La energía espiritual, Bergson se complace en pintar el panorama de una humanidad en la que sucedió lo contrario. ¡Bonito ejemplo de rigor filosófico...), cada categoría de lo real será estudiada según el método que le sea propio. Bergson cree haber dado así respuesta a las objeciones aducidas contra la concepción tradicional de la filosofía. “Ya no abarcaría de un solo golpe de vista la totalidad de las cuestiones, escribe en El Pensamiento y lo Moviente, pero daría, de cada una, una explicación perfectamente adaptada a ella, exclusiva”. ¡Como si hubiera alguna diferencia! ¡Como si asignando a las ciencias de la naturaleza lo que él cree que es su objeto, su papel y su método, para mejor distinguir en ellas la concepción mental que considera auténtica, Bergson no hiciera jugar a la filosofía, ipso facto, este papel rector en el que “abarca la realidad toda”! De hecho, Bergson se adscribe a una cierta concepción de la materia y de la vida para poder limitar la jurisdicción de las ciencias, a pesar de sus afirmaciones iniciales, para, al final, desembocar en el panpsiquismo, una tesis metafísica sobre el conjunto del ser.

¿Era posible que fuera de otra manera? No, salvo reduciendo la filosofía a un protocolo, lo que es el caso de Husserl, por ejemplo. Husserl pretende hacer de la filosofía una “ciencia exacta”. No será pues ni reflexión sobre la cultura, la Weltanschauung de una época; ni, evidentemente, una vuelta a empezar de ciencias ya establecidas, puesto que el papel de la filosofía será, precisamente, “cimentarlas”, sostener el sentido, aquello de lo que no son capaces por sí mismas a causa del naturalismo que es su propensión espontánea. Destaquemos que la filosofía deberá pues cimentar ciencias ya establecidas como ciencias “exactas” ¡cuando ella aún no lo es! Su propósito es pues constituirse como ciencia exacta cimentando a la vez el sentido de las otras ciencias, de ahí su dificultad en hallar el objeto que le sea propio, puesto que ese objeto se hace, por decirlo así, siempre más difuso cuanto más se precisa, y toda la obra de Husserl no es sino solo un prolongado esfuerzo por encontrarlo, por mostrar que es posible, en lugar de hacer lo que se proponía hacer, de buscar cómo ello es factible, por mostrar que lo es, y, finalmente, sólo parece factible en el marco de una teoría sobre la naturaleza del ser. A medida que las diversas etapas del método fenomenológico se describen con más pormenores, menos captamos en qué consiste la pericia de este método. En el fondo, el problema que plantea Husserl es el siguiente: ¿cómo conocer fuera de todo conocimiento establecido preexistente? Si tal conocimiento existe como título constitutivo, la filosofía está salvada. Pero el fenomenólogo es incapaz de indicar el contenido del conocimiento del que pretende aportar el método. Un análisis fenomenológico metódico no es, y no puede ser casi nunca, más que un ensayo literario, salvo para indicar que sobre la cuestión tratada ya existe una disciplina específica, y que goza de una salud excelente. Hoy apenas existen libros que no se titulen “fenomenología de”, en lugar de “teoría de” o “ensayo sobre”. Pero, en definitiva, la única cosa que la fenomenología describe bien de verdad es el propio método fenomenológico...


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PS del 30ENE2024

Como continuación de lo expuesto en la introducción [153], deseo informar de la publicación de mi traducción de El Antiguo Régimen y la Revolución (ISBN 9788409368433), el gran clásico de Alexis de Tocqueville, según la versión de su primera edición en 1856. 

Incluye por ello dos notas habitualmente omitidas en las traducciones existentes, de las que destaco los 'Impuestos feudales que perduraban en el momento de la Revolución, según los expertos de la época', ya que Tocqueville señala la secular desigualdad de los franceses ante el impuesto como una de las causas de las que surge 1789.

En ella actúo en calidad de traductor/editor/publicista/comercializador... Está disponible en librosefecaro@gmail.com, en relación directa con el lector o librero artesano, y en Amazon-books (si bien en mi edición la impresión final estuvo bajo control, en la plataforma on-line ello no está a mi alcance). En España, la web todostuslibros.com publicita algunas de las escasa librerías que disponen de ejemplares a la venta.

En mi propósito de favorecer en lo posible la difusión del pensamiento y obra de Alexis de Tocqueville -alguien lo tiene que hacer-, he optado por una vía editorial que, si bien me ha permitido establecer un PVP (20€/ud., envío a territorio peninsular incluido. Otros destinos, gastos de envío a determinar según lugar) imposible en un sistema de distribución al uso, limita sobremanera el canal comercial, sin menoscabo de una presentación final de una calidad más que aceptable.

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[9.1Réponses aux Sixièmes Objections  (Edition Adam et Tannery), t. VII, p. 444).

2023/02/17

[168] ¿FILÓSOFOS? ¿PARA QUÉ…?. JEAN FRANÇOIS REVEL. (CAP. 8. 2ª PARTE)

 

(2ª parte)


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Por cierto, Lévi—Strauss tiene razón al liquidar —de modo muy brillante— las  tradicionales asimilaciones lapidarias entre pensamiento primitivo, pensamiento infantil y pensamiento patológico: entre los primitivos también hay niños y adultos; existen locos tanto entre los civilizados como entre los primitivos; existen niños psicópatas y niños normales. El niño es, prosigue Lévi—Strauss, un “social polimorfo” al igual que en el psicoanálisis se dice que es un “perverso polimorfo”. Es un social polimorfo en el sentido de que su pensamiento ofrece, en su estado bruto, varios sistemas posibles de explicación, sistemas no integrados, no estructurados, de los que hace uso de manera alternativa, y de los cuales uno solo se conformará de modo definitivo al socializarse, de acuerdo con la cultura [8.5] de la que surge el niño. “El pensamiento del adulto y el del niño difieren más bien por su amplitud que por su estructura” (p. 119). La mentalidad infantil constituye, pues, un “sustrato universal” (en el que se podrán rebuscar estas “estructuras mentales universales” que el autor se propone identificar) que ofrece una multiplicidad de estructuras heterogéneas de las que solo algunas podrán ser fijadas socialmente, y “es mediante la incorporación del niño a su cultura concreta como se produce la selección” (p. 122).


Estas ideas de Lévi—Strauss, basadas en una reflexión más penetrante de los estudios más recientes del niño y lo anormal, tienen un gran valor psicológico. La contrariedad es que no tienen ningún valor sociológico. Porque no basta con decir que el pensamiento del niño acaba de estructurarse en tal o cual sentido al incorporarse a la cultura concreta de la que surge: el problema sociológico consiste en averiguar porqué existen diversas culturas diferenciadas.

Sin embargo, precisamente en ese punto, falta la explicación: a lo largo del libro de Lévi—Strauss se tiene la sensación de que no hay ninguna razón de fondo por la que una sociedad adopte unas instituciones y otra sociedad, otras. ¿Por qué las sociedades se estructuran de modo diferente? [8.6] ¿Por qué cada estructura evoluciona? Además, no parece que existan diferencias de valor, a los ojos del Sr. Lévi—Strauss, entre las diversas respuestas del hombre al medio, las diversas instituciones que crea, etc... Entre los posibles sistemas de explicación latentes en el niño, el único problema para este último es el de “retener” aquello que socialmente es válido. Así, en lugar de hacer ver por qué hay diferencias entre las instituciones y entre las sociedades, que es la cuestión propiamente sociológica, y qué respuestas a qué condicionantes implican estas diferencias, Lévi—Strauss se remite a no tenerlas en cuenta, a fundirlas en un substrato universal que sería de orden meramente mental. Es así como llega a considerar un hecho, como el intercambio de dones en las sociedades melanesias, —fundamental en esas sociedades, que no existirían sin él—, y a colocarlo en un mismo plano que un hecho puramente accesorio, anecdótico, episódico y esporádico, y, como poco, irregular: “el intercambio del vino en los restaurantes baratos del mediodía francés”.

En suma, el postulado fundamental de Lévi—Strauss es que una institución no es precisamente una respuesta a un problema económico y social, sino la expresión de una fatalidad psicológica acompañada de un sistema lógico de clasificación. “Allí donde Mauss, escribe, contemplaba una relación estable entre fenómenos, en la que se halla su explicación, Malinowski solo se pregunta para qué sirven, para buscarles una justificación. Esta posición reduce a la nada todo progreso anterior, puesto que reintroduce un aparataje de postulados sin valor científico” [8.7]. Para comprender una institución, tampoco habría que preguntarse para qué sirve, sino buscar las relaciones estables derivadas de estructuras mentales universales. ¿Y no es esta actitud, sin duda, la que reduce a la nada todo los “progresos anteriores” de la sociología y de la Historia, desde el S XVIII?

Ahora bien, precisamente lo que constituía el valor del pensamiento de Mauss era la noción de “hecho social total”, no tan alejada de la sociología marxista como el creía, y que consistía en mostrar lo solidario de las instituciones sociales, de la religión, la economía, la técnica, el derecho, los fenómenos estéticos, la medicina, etc… Era la sensibilidad por lo social como tal. Mauss piensa en sociólogo cuando escribe, como conclusión de su estudio del libro de Malinowski sobre el intercambio de regalos en las sociedades melanesias: “Por ello, una parte de la humanidad relativamente rica, trabajadora, creadora de excedentes significativos, ha sabido y sabe intercambiar (sic) cosas considerables, bajo otras formas y por otras razones que las que nosotros conocemos” [8.8].

Aquí, Mauss se decanta por dejar clara la diferencia social y no por apocarla en la identidad mental. A continuación, la supresión de lo social se alcanza mediante un doble proceso: idealización y supresión de la perspectiva histórica. Por tanto, la sociología concibe la sociedad como una totalidad homogénea, un grupo compacto, unido y unificado, un todo estable, consistente de creencias y símbolos, por una parte. Por otra, razona como si cada individuo sin excepción se adhiriera sin reserva a esas creencias y símbolos. En la medida en que el individuo se margine, manifiesta una psicopatología: “La salud de la mente individual implica la participación en la vida social, así como el rechazo de prestarse a ello (además según las modalidades que aquella impone) corresponde a la aparición de trastornos mentales” [8.9]. Ello supone, pues, olvidar que las sociedades se transforman, que en cada momento se componen tanto de usos caducos y moribundos como de nuevos usos en gestación, en resumen, supone excluir del estudio de las sociedades —laguna lamentable, por lo menos, en este caso— los conceptos de evolución y revolución. Supone también olvidar que las creencias nunca representan a toda una sociedad, pero pueden servir de justificación para una parte de sus miembros contra la otra, la cual, por ello, no se siente más unida a la susodicha sociedad. La sociología acaba en una especie de enrasado de las realidades sociales. Lévi—Strauss puede hablar de la obligación de intercambiar el vino en los restaurantes baratos del mediodía francés. Lo cual sustrae cualquier sentido a las palabras: en nuestra sociedades pagar un vencimiento a su propietario es una obligación, intercambiar el vino en los restaurantes baratos del mediodía francés no lo es [8.10].

Además, lo mismo Lévi—Strauss vincula las regla sociales con estructuras mentales universales, como cuando reprocha a Malinowski pretender explicar una institución preguntándose para qué sirve, como que adopta un lenguaje funcionalista, por ejemplo, cuando refuta la teoría historicista de Durkheim sobre la prohibición del incesto. “O bien, dice, este rasgo de supervivencia agota lo esencial de la institución, y cómo comprender la universalidad y vitalidad de una regla de la que sólo se debería poder exhumar aquí y allá sus vestigios amorfos, —o bien la prohibición del incesto responde, en la sociedad moderna, a cometidos nuevos y diferentes”. [8.11]

Pero el autor deja de adoptar este punto de vista desde el momento en el que habla de la cuestión por su propia cuenta. Si algo destaca en efecto del libro de Lévi—Strauss, es que no basta con hablar de prohibición del incesto en general, por lo diversas, y a veces contradictorias, que son las estructuras concernidas por este concepto. Ciertas sociedades arcaicas prohíben uniones de las que no se nos ocurriría considerarlas incestuosas, pero autorizan, por ejemplo, el casamiento del tío—abuelo con la sobrina—nieta, que nosotros consideraríamos como más bien extravagante. Pero, sobre todo, las reglas relativas al incesto en las sociedades con estructura elemental no prohíben solamente ciertas uniones, prescriben otras, que conllevan ciclos de circulación de bienes. En las sociedades con estructura compleja, por contra, sólo subsiste la prohibición, referida a un círculo por otra parte cada vez más estrecho de parientes; la elección queda cada vez más a la iniciativa individual. Este hecho tiene, sin réplica, considerables consecuencias económicas, sociales, raciales, políticas e intelectuales. La sociología no debería esforzarse en explicar las estructuras elementales vinculándolas a una especie de necesidad psicológica atemporal, de la que las estructuras complejas no serían, a su vez, más que una manifestación velada y más difusa, sino en descubrir las condiciones sociales que, en un caso, provocan la imposición del cónyuge por la sociedad y, en el otro, la cada vez más evidente elección personal. Invocar y estudiar la prohibición del incesto basada en la necesidad del intercambio como requisito social, no basta para explicar la diversidad de instituciones matrimoniales —de las que algunas no son más que “vestigios informes”— así como no bastaría invocar la necesidad de alimentarse para explicar del mismo modo la recolección de los bosquimanos y la actual civilización industrial en Norteamérica. Los factores diferenciadores se hacen aquí más importantes que la pauta básica. Y lo que es social es esta diferencia.

La tara más grave que la filosofía ha transmitido a la sociología quizás sea la obsesión de tratar de establecer de inmediato explicaciones completas. Durkheim no pretende únicamente exponer el totemismo: quiere formular el origen de cualquier religión. ¡Y ello en el momento en el que la etnología y la sociología están en sus albores! No se decide a ofrecer solo lo que verdaderamente puede aportar: una descripción excelente, para la época, del totemismo en Australia.

Es el caso, en otros campos, de sociólogos como Mauss y Lévi—Strauss, a pesar del vigor y la novedad de su pensamiento. Asistimos, de nuevo, a un divorcio entre la filosofía y los progresos reales de las ciencias humanas. La sociología real la hacen los etnógrafos que trabajan sobre el terreno, los economistas, los historiadores, y, si los filósofos utilizan a su manera sus trabajos, aquellos no tienen necesidad alguna de las hipótesis de los filósofos.


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PS del 30ENE2024

Como continuación de lo expuesto en la introducción [153], deseo informar de la publicación de mi traducción de El Antiguo Régimen y la Revolución (ISBN 9788409368433), el gran clásico de Alexis de Tocqueville, según la versión de su primera edición en 1856. 

Incluye por ello dos notas habitualmente omitidas en las traducciones existentes, de las que destaco los 'Impuestos feudales que perduraban en el momento de la Revolución, según los expertos de la época', ya que Tocqueville señala la secular desigualdad de los franceses ante el impuesto como una de las causas de las que surge 1789.

En ella actúo en calidad de traductor/editor/publicista/comercializador... Está disponible en librosefecaro@gmail.com, en relación directa con el lector o librero artesano, y en Amazon-books (si bien en mi edición la impresión final estuvo bajo control, en la plataforma on-line ello no está a mi alcance). En España, la web todostuslibros.com publicita algunas de las escasa librerías que disponen de ejemplares a la venta.

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[8.5El Sr. Lévi—Strauss emplea la palabra “cultura” en el sentido alemán (Kultur =civilisation), privándose así de las ventajas de una distinción tradicional y muy útil entre la civilización de una sociedad y su cultura, que es la expresión intelectual y artística de esa civilización.

[8.6]  NdT. En La Democracia en América, Alexis de Tocqueville evidencia la influencia determinante que la formulación del hecho religioso ejerce sobre la sociedad que conoce con ocasión de su viaje al Nuevo Mundo. JF Revel soslaya ese flanco por completo.

[8.7Lévi—Strauss. Introducción a la obra de Mauss, en Mauss: Antropología y Sociología, p. 36. Subrayado en el texto. 

[8.8Ensayo sobre el Don, in op. cit., p. 194.

[8.9]  Lévi—Strauss: Introduction à Mauss, p. 20.

[8.10Los sociólogos, y sobre todo los etnólogos, razonan como la haría un psicólogo que tomara al pie de la letra los formulismos de la cortesía y el lenguaje oficial. Mauss, por ejemplo, en su ensayo sobre La Notion de Personne, argumenta con un discurso de Claudio pronunciado en el año 48 D. de C. — en el que concedía a los jóvenes senadores galos readmitidos en la Curia el derecho a las imágenes y a la cognomina de sus ancestros—, para deducir que “hasta el final, el Senado romano se concibió compuesto por un número determinado de patres representando a las personas, las imágenes de sus ancestros”. ¡En el año 48! ¡Un discurso de Claudio! Con tales principios se podría concluir, de un discurso de teniente de alcalde inaugurando una calle Vercingétorix, que todos los franceses del SXX se consideran descendientes por línea directa de Vircengétorix y que únicamente pensaran en él a lo largo del día.

[8.11Structures, p. 28... 


[172] ¿FILÓSOFOS? ¿PARA QUÉ…?. JEAN FRANÇOIS REVEL. (CAP. 9. 3ª PARTE Y FINAL)

  9  (3ª parte y final) El punto de vista académico solo considera como auténticamente especulativas las doctrinas que pretenden una explica...