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De consuno con el esfuerzo de los filósofos contemporáneos, los historiadores de la filosofía tratan de recomponer su pasado de un modo que obedece a la misma preocupación. Su método —ya dijimos algo de ello—consiste en estudiar las doctrinas pasadas exactamente igual a como los actuales filósofos conciben las propias, es decir, colocándose más allá de la pregunta de saber si son “ciertas” o “falsas”, en el sentido vulgar, y tomándolas como necesidades que se entroncan con la esencia [9.2] del “espíritu filosófico”. Las doctrinas quedan así totalmente desarraigadas. Una filosofía pretérita, concebida con arreglo a ciertos problemas y a una cierta visión del mundo, y en el momento en el que esos problemas y esa visión ya no existen para nosotros, será expuesta como si fuera una doctrina contemporánea. Son respuestas escindidas de sus preguntas, porque enlazarlas sería presentar la filosofía como una “corriente de ideas” y no como “filosofía”. Es por lo que la historia de la filosofía, en nuestros días, ya no busca qué quiere decir una doctrina, sólo estudia su manera de decirlo. Es una historia descriptiva, y resulta llamativo constatar que en una época en la que las ciencias históricas quieren dejar de ser “episódicas” —meramente descriptivas de acontecimientos—, la historia de la filosofía se vuelve, por el contrario, episódica y apenas proporciona otra cosa que la bibliothèque rose [9.3].
Esta historia oficial de la filosofía trata de explicar los sistemas clásicos o modernos transponiéndolos a una esfera en la que únicamente la filosofía explicase la filosofía. Así, al convertirla en infalible, la hace ininteligible. Hacer ver que con frecuencia cambia de contenido no supone hacer de la filosofía un conocimiento contingente: lo que la aboca a la contingencia y a la arbitrariedad, por el contrario, es hacer “como si” no se supiera, porque esto conduce a ofrecer de ella una reconstrucción artificial. En efecto, la historia oficial se ve forzada, por ejemplo, a conceder a aspectos accesorios de la obra de un filósofo el mismo valor que a sus tesis centrales. Las debilidades, las ignorancias, los perjuicios deberán justificarse del mismo modo que las ideas esenciales, y, a la vez, éstas perderán su significado ya que todo se desplegará a un mismo nivel. Se expondrán las razones sumamente ligeras y literarias por las que Descartes elige la hipófisis como sede de la unión de alma y cuerpo, con el mismo tono que la teoría del Cogito. Entre los más grandes filósofos hay intransigencias (en Descartes, la incomprensión de la verdadera física, la de Galileo, por ejemplo) y lagunas. ¿Se desean más ejemplos? Spinoza escribe, Ética, IV, Prefacio: “La música es buena para el melancólico, nefasta para el apenado”. Esta consideración ¡forma parte de la demostración de un principio metafísico! ¡Qué cantidad de nociones confusas, de términos aproximados, sólo en esta frase! Lo primero que se aprecia es la idea superficial que Spinoza se hace de la música, y qué música conoce. A continuación, ¿qué es un melancólico? ¿En qué es “buena” para el melancólico la música? Tras esta opinión elemental, ¡qué experiencia lapidaria de los personas y de la vida se entrevé! Estos deslices son frecuentes en Spinoza. Por ejemplo (Ética, Sec. III, prop. 2): “Nos creemos libres de hablar o de callar, ahora bien, hay comadres que no pueden evitar hablar”. También ahí, ¿qué pinta un argumento tal en una demostración metafísica? Se trata de demostrar que nuestras acciones están totalmente determinadas, demostración que debería poder aplicarse a quienes “son dueños de si mismos”, en sentido empírico, exactamente igual que a las comadres charlatanas.
Ante tales inconsistencias los historiadores de la filosofía adoptan una actitud ambigua. Por una parte, saben perfectamente que, si hallaran estas opiniones en cualquier texto literario, las considerarían simples tópicos. Sin embargo, dicen, no son tópicos porque estas opiniones se demuestran, se deducen filosóficamente. Pero, por otra, saben muy bien que no es verdad, que aquí sólo nos las vemos con demostraciones en un sentido completamente metafórico. De hecho, se trata de un caso de superposición de principios metafísicos a opiniones, extraídas por el filósofo de su particular y limitada experiencia de la vida de acuerdo con su propia sensibilidad. Lo que por otra parte no perjudica en modo alguno el interés del spinozismo, sino solo a la idea que se quiere transmitir de él. A partir de ahí, la mala fe del historiador consiste en no tomar partido claro por ninguno de los dos enfoques: si Ud. señala que la doctrina, como sistema, ofrece una componente considerable de arbitrariedad, se le responderá que la intuición fundamental persiste admirable y que el conocimiento del hombre es de una excepcional profundidad; y si Ud. hace la observación de que precisamente el conocimiento del hombre se evidencia lapidario y banal, se le responde que esta impresión obedece a que Ud. no capta que todo el valor de estas nociones procede de que se deducen y demuestran filosóficamente. En filosofía, el lector siempre se equivoca... Hay que transfigurarlo todo vinculándolo con no sé qué palabra clave. Cada vez que un filósofo hace una vaga observación concreta, se extasían por las “preciosas observaciones”, las “apreciaciones directas”. Se escribe, a propósito de Plotinio: “Plotinio describe con mucha humanidad esta etapa intermedia entre una virtud práctica simplemente y la verdadera libertad del sabio [9.4]”. Sigue la cita de las Enéadas, 1, 2, 5, que es una retahíla de trivialidades espiritualistas y de tópicos morales. Resulta notable, pues, la admiración de quien comenta, que se maravilla de que Plotino se haya avenido “con mucha humanidad” a consagrar diez líneas de banalidades a lo que constituye, en suma, el problema de la vida humana en su totalidad…
Y en efecto, en esta perspectiva, los argumentos no los aporta el autor estudiado como pruebas más o menos consistentes: se otorgan a título gratuito. Ni siquiera son argumentos, son hechos: el filósofo pensó esto. Como para el creyente, el argumento se confunde con el hecho de la revelación. El mejor historiador de Descartes, M. Guéroult, escribe por ejemplo [9.5]: “Para el filósofo subsiste la doble obligación, la de señalar la posibilidad técnica de ese hecho (el error de los sentidos) y, a la vez, la de absolver a Dios. Si no, el dogma (lo destaco yo) de la infalibilidad divina se desvanece, y el fundamento de las ciencias se desmorona. La búsqueda de la solución irá en la siguiente dirección: 1º se reducirá al mínimo el error intrínseco del sentido... (¿Cómo “se reducirá”? ¿Acaso esto depende de Descartes?) 2º la explicación de la posibilidad técnica de este mínimo… será tal que pondrá en evidencia la bondad divina, etc…” (¿Cómo “será tal”? ¿Quién lo decide?). Así, la importancia de los problemas y el discurrir habitual de la búsqueda intelectual se invierten: una doctrina ya no es un conjunto de conceptos que sirve para comprender la realidad, sino un objeto consagrado al que se rinde culto. Ya no se trata en absoluto de estudiar al hombre, sino de pintarlo de tal modo que Dios y el cartesianismo se justifiquen. En el límite, acabamos por leer frases de este tenor: “En efecto, sabemos que, en Plotino, la Inteligencia es siempre lo que, etc…”, “Ahora bien, en Hegel, desde el momento en el que la Idea, etc...”. Esto ya no es historia de la filosofía, es historia natural. Se hace imposible cualquier visión de una filosofía en perspectiva según el escalonamiento de sus verdaderos propósitos y sus contenidos reales. Toda justificación auténtica, toda comprensión de lo que el autor pensó verdaderamente y quiso hacer pensar, y por qué, y por qué así, son enrasados en una visión que es como la proyección sobre un plano de una realidad tridimensional. Es exactamente la causa por la que la intención sustituye al hecho, y el propósito a su realización.
A menudo se intenta justificar este modo de
escribir la historia, que es también un modo de hacer filosofía, diciendo que
es imposible hablar de un gran filósofo sin “adentrarse en su problemática”.
Pues bien, esta expresión oculta o un truismo o una excusa perezosa. Si
significa que para comprender una filosofía hay que ubicarse en el eje de los
problemas que plantea, o más bien de la manera en la que los formula, de las
preocupaciones que son suyas, etc…, no es más que un truismo, la visión certera en el
estudio de cualquier cosa: época histórica, obra de arte, etc... Si significa,
como de hecho es el caso más frecuente, que no hay que salir de esta problemática, entonces es una excusa perezosa que
acaba por hacer de la historia de la filosofía lo que realmente es en la actualidad:
una paráfrasis. “Adentrarse en el pensamiento del autor” solo significa, pues,
aceptar como evidentes las ideas a las que éste recurre sin demostración. En
consecuencia, nunca habrá que emitir juicios porque ello siempre nos obliga a
desgajar un fragmento de una doctrina. Aquí, de nuevo, se confunde el problema
pedagógico y el problema filosófico, el período al que hay que abrirse con
abnegación a una doctrina para entenderla, y aquel en el que, una vez
entendida, se trata de apreciar qué nos ha hecho entender. ¿Y si por casualidad
fuera el autor el culpable de nuestras incomprensiones? “¡Jamás!, clama el
historiador de la filosofía. Relea, relea, adéntrese en el pensamiento del
autor...”. Sí; siempre hay un instante en el que, a fuerza de adentrarse en el
pensamiento del autor, de leer, de releer, de calentarse la cabeza y vociferar
formulismos, se “entiende”, en efecto, o al menos se ha olvidado lo suficiente
como para tener el derecho de murmurar en la penumbra: “He entendido”.
Entender significa, pues, identificarse con un
lenguaje. Pero explicar históricamente los términos sería admitir, ciertamente,
que estos términos no han surgido únicamente de la toma de conciencia directa de una verdad autónoma, y que la
filosofía no se explica únicamente por sí misma. Por otra parte, al impedirse
exponer una doctrina en términos diferentes a los que ella misma invoca como
justificación, desaparece la fecundidad. Se la considera un saber absoluto, ya
que se establece como principio que toda forma de entenderla ha de coincidir
forzosamente con la manera en la que se entiende a sí misma, pero por ello
mismo se rompen los vínculos con todo lo que constituye sus fuentes efectivas y
los puntos de aplicación posibles; en consecuencia, se la hace incomprensible,
por muy minuciosamente que se exponga. Los historiadores de la filosofía
proceden, ante un sistema, como lo haría un historiador que estudiara un
tratado diplomático desde un punto de vista estrictamente literal, que
analizara las mínimas sutilezas y los más pequeños matices de las palabras del
tratado, pero sin decir nada de los acontecimientos que condujeron a su
elaboración y firma, de las naciones que lo han suscrito, de la manera en la
que fue aplicado y de las consecuencias prácticas que tuvo. Cuando los historiadores
de la filosofía investigan los orígenes y los puntos de partida de una
filosofía, es solo en los restantes
sistemas filosóficos; y cuando estudian su eficacia e influencia, es la
influencia sobre los filósofos
posteriores de lo que se trata. Al igual que, repito, haría una historia
superficial que se limitara a estudiar la sucesión de tratados, pero fingiera
creer que entre ellos no ocurre nada.
Pero (igual que entre tratados) entre las
filosofías suceden cosas, y junto a la problemática literal de una doctrina
está su problemática real. Y es a la que hay que dedicarse, sin lo cual se hace
de la filosofía algo insignificante, una especie de representación diplomática
del pensamiento humano, encargada de ofrecer los cócteles y los decorados que señalan
el final de las grandes revoluciones, a la vez que de edulcorar los resultados.
Es por lo que he tratado de mostrar a la vez cómo se hace filosofía, y cómo se rehace la historia de la filosofía pasada, hoy. Si he intentado luchar contra el dogmatismo con el que se expone en la actualidad el pensamiento de los grandes autores, si no he dudado en poner en evidencia ciertos pasajes arbitrarios, incluso ciertos ridículos de sus obras, no es porque sitúe en el mismo plano aquellos grandes autores pasados y ciertos impostores contemporáneos. He querido luchar contra el modo en el que estos mismos impostores esterilizan las doctrinas que comentan para hacer creer que las suyas son fecundas. Prohibiendo toda discusión “a fondo”, todo estudio concreto y vivo, sin contemplaciones, se desemboca en una reedición pura y simple del “Aristóteles dixit” medieval. No es una casualidad el que una historia de la filosofía que generaliza el argumento de autoridad pase por ser la única historia seria en el mismo momento en el que triunfa, en la actualidad, la “filosofía—citas” de Sr. Heidegger, que únicamente tiene por discípulos a sus propios traductores o parafraseadores. En tal atmósfera intelectual toda objeción es una incomprensión; por el solo hecho de exigir explicaciones Ud. mismo se arroja a las tinieblas exteriores, no tiene derecho más que al desprecio y al anatema.
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PS del 30ENE2024
Como continuación de lo expuesto en la introducción a [153], deseo informar de la publicación de mi traducción de El Antiguo Régimen y la Revolución (ISBN 9788409368433), el gran clásico de Alexis de Tocqueville, según la versión de su primera edición en 1856.
Incluye por ello dos notas habitualmente omitidas en las traducciones existentes, de las que destaco los 'Impuestos feudales que perduraban en el momento de la Revolución, según los expertos de la época', ya que Tocqueville señala la secular desigualdad de los franceses ante el impuesto como una de las causas de las que surge 1789.
En ella actúo en calidad de traductor/editor/publicista/comercializador... Está disponible en librosefecaro@gmail.com, en relación directa con el lector o librero artesano, y en Amazon-books (si bien en mi edición la impresión final estuvo bajo control, en la plataforma on-line ello no está a mi alcance). En España, la web todostuslibros.com publicita algunas de las escasa librerías que disponen de ejemplares a la venta.
En mi propósito de favorecer en lo posible la difusión del pensamiento y obra de Alexis de Tocqueville -alguien lo tiene que hacer-, he optado por una vía editorial que, si bien me ha permitido establecer un PVP (20€/ud., envío a territorio peninsular incluido. Otros destinos, gastos de envío a determinar según lugar) imposible en un sistema de distribución al uso, limita sobremanera el canal comercial, sin menoscabo de una presentación final de una calidad más que aceptable.
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[9.2] NdT. L'en-soi , en el original. La naturaleza propia y auténtica de una realidad que existe absolutamente, independientemente del conocimiento que tengamos de ella. 1. [Entre los escolásticos] Lo que caracteriza a la sustancia cuya cualidad es existir en sí misma. 2. [En Kant]. Lo que existe absolutamente, independientemente del pensamiento que lo aprehende. 3. [En Sartre y los existencialistas] La realidad del ser que es, pero permanece opaca a los demás y a sí misma.
[9.3] NdT. La Bibliothèque rose, colección de libros infantiles de la época.
[9.4] Maurice de Gandillac: La Sabiduría de Plotinio, p.92.
[9.5] Martial Géroult, Descartes, según el orden de las razones, t. II, p. 169.
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