2022/11/04

[153] ¿FILÓSOFOS? ¿PARA QUÉ…?. JEAN FRANÇOIS REVEL. (CAP. 1.1ª parte)

 

¿FILÓSOFOS? ¿PARA QUÉ…?

JEAN FRANÇOIS REVEL

TRADUCCIÓN DE FERNANDO CARO. DIC. 2020.


A modo de explicación.

Tras la edición de "Alexis de Tocqueville. Sobre las religiones: cristianismo, hinduismo e islam" en febrero de 2013, culminaba mi primer empeño traductor, empeño en el que hallé una actividad de sumo interés. Para proseguirla, encontré un panfleto de JF Revel, Pourquoi des philosophes?, su primer ensayo publicado, de cuyo interés no albergo duda alguna a pesar del tiempo transcurrido desde su 1ª edición, allá por 1957, en las ediciones Julliard.

La traducción hace tiempo que la concluí tras revisarla una y otra vez, aunque lleve fecha de 2020. Como no he encontrado editorial alguna que muestre interés en publicar y divulgar este trabajo, decido darle salida aquí, en sucesivas entregas de alrededor 2mil palabras cada una. Espero que encuentre algún lector interesado en su conocimiento. Noviembre, 2022.


1 (1ª parte) 

«Wozu dichter?»
«¿Poetas? ¿para qué, pues?» 
Hoelderlin, citado por Martín Heidegger. 

Un literato bienintencionado relata haber preguntado acerca de ciertos problemas filosóficos a uno de nuestros pensadores más sólidos con una brutalidad que sin duda este juzgó beocia [1.1]. En efecto, en síntesis, el pensador le respondió: “Caballero, la filosofía es una disciplina bien definida, que posee su técnica y su léxico, y que requiere una preparación. ¿Qué le puedo responder? ¿Aceptaría Ud. jugar al Ajedrez con alguien que sólo conociera las reglas del juego de Damas?”



Este diálogo no tiene nada de excepcional. Los filósofos lo experimentan a menudo con los profanos, y los profanos con los filósofos. Y, sin embargo, ¿no resulta inquietante? Ciertamente toda disciplina propende, y debe propender, a forjarse una terminología propia, confinarse en ella, y no aceptar la discusión sino en el marco de esa terminología. Pero la cuestión es saber si la filosofía no es la única disciplina en la que, precisamente, esta actitud no admite justificación. Un físico tiene derecho a negarse a responder la pregunta de una mente mal informada porque su léxico está ligado a los planteamientos fundamentales de su ciencia, y puede justificarlo científicamente. Pero la complicación y la dificultad de la filosofía no deberían ser tales que hagan imposible una respuesta a una pregunta sencilla, o incluso mentecata, sino, por contra, de un carácter que facilite esa respuesta. En física, la simpleza es desconocimiento, y el desconocimiento provoca que las cuestiones sean irrelevantes. Pero no existe, no puede existir incompetencia filosófica. Ninguna pregunta carece de objeto filosófico. Si lo fuera debe ser fácil evidenciarlo, lo cual también es filosofar. Así que la filosofía, al cerrar la puerta al interlocutor profano, ¿no reniega de sí misma y revela una debilidad esencial? ¿Podemos imaginar a Sócrates rechazando el diálogo so pretexto de que la filosofía obedeciera reglas ignotas para el profano? Si el profano notara dificultades para seguirlo, sería debido a lo sutileza de su dialéctica y no por enfrentarse a un rechazo basado en la invocación de una técnica y de un vocabulario especiales. Dicho de otro modo, es el profano quien se sentiría incómodo, y no el filósofo, lo que en verdad parece más normal. Sócrates, según todo lo que nos muestran los textos, no tenía mayores dificultades en responder a un interlocutor profano que a uno preparado: tenía menos, −lo que también parece más normal. O caso de que la dificultad fuera de carácter psicológico no derivaría de la carencia en ese interlocutor de una cierta terminología. El añadido de una preparación en el interlocutor permitiría una discusión más elaborada, más dilatada, pero no más filosófica, lo que no tendría ningún sentido: el Laques no es menos filosófico que el Parménides.

He dicho, por añadidura, que el físico tenía derecho a no contestar a una cuestión muy simple, no que fuera incapaz de hacerlo. Es por lo que, incluso si la filosofía fuera una de esas disciplinas que -legítimamente- pueden requerir de entrada un conocimiento técnico, la respuesta de nuestro filósofo a nuestro literato tampoco sería de recibo. Lo mismo que no es de recibo su ejemplo del juego del ajedrez, ya que es fácil persuadir a un jugador de damas, con un ejemplo inmediato e irrefutable, que si quiere jugar al ajedrez, lo primero que necesita es aprender las reglas del juego; es fácil contestar a todas sus preguntas, que sólo pueden ser muy elementales; es fácil comenzar y acabar ese aprendizaje técnico, pues se trata de un juego completamente artificial y reglado.

Pero dejemos las comparaciones y volvamos a la afirmación central del filósofo: la técnica y el vocabulario filosóficos.

Porque es preciso, por fin, que los “profanos” lo sepan de una vez por todas: en filosofía, semejante “técnica”, semejante “vocabulario” no existen.

¿Cómo se atreve un filósofo a plantear a un profano la objeción de la técnica y del vocabulario, cuando sabe perfectamente que, si existe una materia en la que en términos de técnica y de vocabulario jamás se ha conseguido asentar con éxito nada inteligible, y en la que cada autor vuelve a comenzar de cero, tal materia es precisamente la filosofía? Pensar consiste, entre otras cosas, en disponer de un vocabulario, es decir dar un sentido filosófico a ciertos términos por el empleo riguroso que se hace de ellos y por el contenido con el que se consigue enriquecerlos. Es por lo que no existe jamás un vocabulario filosófico general, sino tan solo el vocabulario de tal o cual doctrina filosófica. Ciertamente se asientan expresiones, transitan de un autor a otro: vemos así constituirse el vocabulario de una época o de una tradición filosófica. Pero estas analogías, esas expresiones comunes, surgidas de contextos mal definidos, aportan más confusión que claridad, y en todo caso nada tienen que ver con el armazón terminológico de una ciencia. De hecho, cada autor se esmera en precisar que emplea tal o cual expresión en un sentido diferente al de tal otro autor. Tampoco la enseñanza de una “técnica” filosófica anónima, y considerada en sí misma, podría ser, y jamás deja de serlo, sino un eclecticismo académico ligado a las más perezosas de las costumbres de una época o incluso de un sistema universitario. En ese sentido más vale carecer de técnica por completo, y en definitiva es en filosofía donde ese concepto tiene el significado más impreciso. Hablar hoy en día de “técnica fenomenológica”, por ejemplo, sólo es posible por analogía o de manera metafórica y no en sentido estricto. La fenomenología realmente no es una técnica, todo lo más es una tendencia, un marco. Cuando realmente se busca una definición general, no se encuentran sino sugerencias imprecisas en extremo, y que con frecuencia parecen perogrulladas; y, en lo que tiene de fecundo cuando se aplica, depende en exceso de la experiencia personal de un autor, de su cultura, y, en definitiva, de su talento. No digo que esto sea malo, simplemente digo que una técnica no consiste en eso. En ese caso, como en muchos otros, ningún ejemplo decisivo permite evidenciar una diferencia real entre la reflexión moral “ordinaria” y el llamado pensamiento filosófico. Un filósofo digno de ese nombre no puede, pues, sentirse incómodo porque su interlocutor ignore el vocabulario: responde con su vocabulario, y se acabó. Expone su pensamiento por medio de ese vocabulario que está hecho, hasta nuevo aviso [mientras no se diga lo contrario], para facilitar la comunicación y no para impedirla.

No obstante, es lo que sucede cuando una técnica −algo que en sí mismo no es nada, o, al menos es algo neutr0, que sirve tanto para pensar como para no pensar, para formular problemas como para eludirlos− se convierte en una cárcel verbal. A partir de ahí, hablar de terminología es establecer, como condición de la discusión, la aceptación previa de lo que está en discusión. Es rechazar la puesta en cuestión y aceptar tan solo el comentario. Kierkegaard escribe [1.2que el medio infalible para saber si alguien comprende lo que dice es invitarle a expresarlo de otro modo. “Variar las expresiones, he ahí la dificultad.”. Un pensamiento parapetado en una expresión única, y que su autor es incapaz de sostener con otro enunciado diferente, se convierte en lo que Rousseau llama "una cierta jerga de palabras sin ideas” [1.3]. Sabemos que ese es el reproche que Sócrates hace a la filosofía escrita, a los libros, que son, dice, “incapaces de defenderse y socorrerse a sí mismos”, y que, cuando se les hace una pregunta, “se callan ahítos de dignidad” [1.4].

La filosofía tampoco debería aceptar nunca —de manera explícita o implícita— discutir un problema cuya única fuente sea un cierto contexto de la literatura filosófica, sin poner en cuestión el propio contexto. En suma, los filósofos deberían rechazar un poco más el responder a las preguntas de los filósofos, y un poco menos a las de los profanos. Los problemas que transmite una tradición filosófica son secundarios, y no debemos retomar sus términos sino para escrutarlos y llegar hasta el corazón mismo de esa tradición. Ya no existe filosofía, sino escolástica —y una escolástica que se reforma en cada generación bajo nuestra mirada–, cuando nos preguntamos cada vez menos de donde surgen los problemas, y cuando nos vedamos, bajo apariencia de una especie de corrección académica, plantear problemas nuevos sin considerar los antiguos y el lenguaje en el que fueron concebidos. De este modo nuestra época lleva consigo como unos estratos geológicos de problemas antiguos que, si nos remontáramos sin miramientos a su “origen” filosófico e intentáramos “resucitarlos” para nosotros, se revelarían como estrictamente inconcebibles. Y sin embargo es de eso de lo que se compone la mayor parte de nuestro vocabulario y de nuestra cultura; y esta época, tan revolucionaria, corre grave riesgo, respecto de la filosofía, de dar a los futuros lectores la impresión de que hacemos de exégetas de finales de la Edad Media quienes, dentro de una gran proliferación de doctrinas, y creyendo inventar continuamente algo nuevo, practicaban por medio de un vocabulario vacío de todo sentido una ingeniosidad estéril sobre textos agotados. He hablado de corrección académica, he dicho que una escolástica se reformaba en cada generación ante nuestra mirada, y esto me parece cierto incluso para algunas de las filosofías de nuestro tiempo que se presentan como las más revolucionarias, ya que esas revoluciones siempre ocurren en el mismo marco, a partir de una problemática invariante, incluso en ellos, como Heidegger, que pretenden volver a cuestionar esa problemática, pero, de manera curiosa, sin salirse de ella y sin romper con ella, y bajo los aplausos de sus colegas. En materia de revoluciones, desde hace un siglo, la filosofía “profesional” apenas ha conocido otra cosa que revoluciones de salón, y las grandes revoluciones intelectuales no las han hecho los filósofos. Así que es una curiosa concepción de la filosofía la de confiarle el papel, no de eliminar una problemática errónea, ¡sino de extraer de ella nuevas doctrinas! La Filosofía no puede tener como punto de partida las contradicciones de los sistemas anteriores, salvo a condición de vincular el análisis a una pregunta original y realmente de actualidad, sin lo cual no es más que la casa de socorro donde se asiste a las víctimas de las imprudencias intelectuales del pasado.

 ¿Cuántas veces no se ven a los historiadores de la filosofía asignar como punto de partida en Spinoza o en Malebranche, por ejemplo, la “necesidad” de resolver las dificultades del problema del nexo entre alma y cuerpo en Descartes, o en Hegel, la de superar la “cosa—en—sí” Kantiana? Pero exactamente eso es, una vez más, invertir la cuestión, como si el final de una idea arbitraria pudiera derivar de una arbitrariedad mayor. Que no se hable aquí de “superación dialéctica”. No conozco objeción más débil. Si es cierto que la refutación de una idea puede tener un valor dialéctico, no basta que una idea sea falsa para que tenga un valor dialéctico. Que el problema de las relaciones entre el “alma” y el “cuerpo” haya preocupado a los sucesores de Descartes, no sólo en razón a su importancia en el cartesianismo, sino también porque toda la filosofía de esa época estuviera impregnada de cristianismo, nada más natural. Pero no basta que una solución sea deseable y necesaria para que sea posible, ni mucho menos para que se deba encontrar de manera indefectible. Ahora bien, eso es lo que tienden a creer los filósofos: que basta con sentir vivamente la urgencia de resolver un problema para que se resuelva. Ahora bien, un problema no está resuelto so pretexto de que haga falta que lo esté, máxime cuando acaso no sea un problema. Es así como se desemboca en la delirante doctrina de un Malebranche, por haber obviado empezar por patentizar el hecho de que Descartes, cuando enseñaba que el “alma” actuaba sobre el “cuerpo” a través de la glándula pineal, simplemente no sabía lo que decía. Justificar a Malebranche por las limitaciones de Descartes al respecto, es alejarse un grado de más de la realidad, es confundir la falsa dialéctica con la verdadera. La verdadera dialéctica es la superación de conocimientos ciertos y de ideas claras y precisas que únicamente devienen “falsos” respecto a un nuevo aparato conceptual más comprensivo, en el que históricamente han sido, y siguen siendo lógicamente, esenciales: no es el tiempo perdido en discutir hechos mal asentados y generalizaciones gratuitas, y menos aún en comentar doctrinas absolutamente desconcertantes fingiendo tomarlas al pie de la letra. Esta falsa dialéctica resulta, una vez más, de la identidad -evidente a ojos de los filósofos con demasiada facilidad-, entre lo deseable y lo conseguido, entre la intención y el hecho. Y en efecto, ¿ha habido alguna vez algún problema filosófico que no se haya resuelto? Hasta podemos decir, con pesar, que todos lo están. En todas las disciplinas se dan problemas que permanecen sin resolver; en filosofía, jamás.

...

PS del 30ENE2024

Como continuación de lo expuesto en la introducción inicial, deseo informar de la publicación de mi traducción de El Antiguo Régimen y la Revolución (ISBN 9788409368433), el gran clásico de Alexis de Tocqueville, según la versión de su primera edición en 1856. 

Incluye por ello dos notas habitualmente omitidas en las traducciones existentes, de las que destaco los 'Impuestos feudales que perduraban en el momento de la Revolución, según los expertos de la época', ya que Tocqueville señala la secular desigualdad de los franceses ante el impuesto como una de las causas de las que surge 1789.

En ella actúo en calidad de traductor/editor/publicista/comercializador... Está disponible en librosefecaro@gmail.com, en relación directa con el lector o librero artesano, y en Amazon-books (si bien en mi edición la impresión final estuvo bajo control, en la plataforma on-line ello no está a mi alcance). En España, la web todostuslibros.com publicita algunas de las escasa librerías que disponen de ejemplares a la venta.

En mi propósito de favorecer en lo posible la difusión del pensamiento y obra de Alexis de Tocqueville -alguien lo tiene que hacer-, he optado por una vía editorial que, si bien me ha permitido establecer un PVP (20€/ud., envío a territorio peninsular incluido. Otros destinos, gastos de envío a determinar según lugar) imposible en un sistema de distribución al uso, limita sobremanera el canal comercial, sin menoscabo de una presentación final de una calidad más que aceptable.



[1.1] Armand Salacrou: Nota sobre mis certezas y mis dudas, en Théâtre, Vol. VI.

[1.2] Post-Scriptum a las Migajas Filosóficas.

[1.3] Carta al Sr. de Beaumont.

[1.4] Fedra.

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