2023/02/24

[169] ¿FILÓSOFOS? ¿PARA QUÉ…?. JEAN FRANÇOIS REVEL. (CAP. 9. 1ª PARTE)

  

(1ª parte)

«El defecto casi general en todos los conocimientos imperfectos es el aunar varias cuestiones en una y considerarlas todas por igual».

Descartes [9.1]

 

Así que la mayor hipocresía de las personas que actualmente hacen profesión de filosofar es, sin duda hacer creer, que la filosofía existe. “La filosofía tiene como misión, la filosofía ha de …”, esas fórmulas, que se asestan al público hasta en los periódicos (por ejemplo, el Sr. Merleau—Ponty en el Express del 26/6/55), tienen el inconveniente de sugerir la ilusión de que existe una continuidad, una unidad, una homogeneidad en “la” filosofía. Ahora bien, esa voz, a través de la historia como en el seno de una misma época, se aplica a las obras más diversas, las más heteróclitas y, a veces, las más incompatibles. Sin ir más lejos, en el siglo XVII, por ejemplo, se denominaba filósofo a toda persona que se ocupara de la ciencia. Descartes escribe en el prefacio de los Principios: “Por ello toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que salen de este tronco son todas las demás ciencias que se reducen a tres principales, a saber, la medicina, la mecánica y la moral”. Galileo se considera un filósofo cuando se entrega a las experiencias sobre la caída de los cuerpos. —En otras épocas de la literatura filosófica bastará, para ser filósofo, con desarrollar las preocupaciones que afecten a la naturaleza de la virtud y la felicidad del juicioso, sin interesarse sino de modo muy lejano por el saber: es el caso de Epicteto, de Séneca o de Marco—Aurelio, autores bastante cercanos a los que más tarde los franceses llamarán moralistas. Por no mencionar aquellos cuya problemática es de una originalidad verdaderamente desconcertante. Como Berkeley, cuando declara en su Comentarios Filosóficos “Solo publico esto para saber si otras personas piensan como nosotros, los irlandeses. Tal es mi intención, y no expresar mi propia opinión...”

Por cierto, el filósofo nos invitará siempre a dejar esta diversidad en la epidermis, a buscar en lo más profundo la inspiración fundamental común a tantas obras tan diversas. Los filósofos, en efecto, son tan acres para discutirse entre sí la calidad de “auténtico” filósofo, como para atribuírsela a todos en bloque cuando se trata de defenderse de personas de fuera.

Ahora bien, precisamente, ahí radica todo el problema, porque nada es menos evidente que la unidad de inspiración en el conjunto de los libros que aparecen bajo la etiqueta “filosofía”. A veces un filósofo es un hombre que busca determinar el estado en el que se hallan los avances de los conocimientos científicos de su tiempo, y cuya preocupación esencial es distinguir entre lo que puede ser conocido con certeza de lo que no es conocible: es el caso, por ejemplo, con importantes diferencias, lo que anima la búsqueda de Descartes o de Kant. Pero nos equivocaríamos creyendo poder caracterizar toda la filosofía por esta primacía del concepto, de la demostración, de la organización sistemática. En efecto, también son filósofos autores que se caracterizan por la ausencia de demostración y de rigor, como Plotino, por ejemplo, y en los que la filosofía es una especie de meditación religiosa, de exaltación mística progresiva, en la que los conceptos son utilizados más por su poder de sugerencia que como determinaciones rigurosas, en la que lo que domina es la metáfora, y que solo son legibles si se acepta de partida, como un postulado, participar en una cierta atmósfera espiritual. —Sin embargo, se dirá, este carácter no demostrativo no excluye una cierta forma de rigor—. Desde luego, pero de tomar así las cosas no hay nada que carezca de una cierta forma de rigor: poesía, novela, pintura o música. Ahora bien, aquí de lo que se trata es de filosofía y de demostración. Por tal razón, no podemos decir de ninguna manera que, por ejemplo, Ser y Tiempo sea un libro de filosofía. Bien que se aprecia en él un pensamiento que, en efecto, alude a conceptos de de filosofía, que hace uso de un lenguaje que pertenece al género filosófico, desde el punto de vista lexicográfico. Pero ¿basta con ello? Al fruto de una imaginación puramente poética muy bien puede darse forma de demostración. Es un modo de escribir como otro cualquiera. En todo Heidegger hay algo de forzado, sin ser incontestable.

¿Dónde reside pues la unidad de la filosofía? Sin contar que también se adscribirían a la filosofía, en principio, ramas tan diversas como la psicología, la sociología (en consecuencia, la economía, el derecho, la fonología, etc…), nociones de biología, de estética, etc…, etc…  ¿Qué relación hay entre un especialista de psicología animal y un historiador de la filosofía griega? Sin embargo, ambos ¡son “filósofos”! Este amable popurrí, del que algunos elementos provienen del más clásico de los estudios de las humanidades en general, otros son de inspiración metafísica y religiosa, otros se vinculan al Derecho, la Medicina, etc…, es lo que se denomina filosofía.

Por cierto, quienes tienen como oficio filosofar no sienten, por lo general, ninguna tribulación al replicar tales observaciones. La filosofía, dirán ellos, es justamente esta interrogación constante; es el perpetuo cuestionamiento de sí misma. —Pero ¿en qué ese cuestionamiento es lo específico de la filosofía? Las formas literarias, las instituciones políticas, las matemáticas, las artes ¿no se ponen también en cuestión de modo permanente? —Sí, pero la diferencia, dirán aquellos que hacen profesión de filosofar, es que, en el caso de la filosofía, ese cuestionamiento se refiere al propio Ser en general, porque el sentido de la filosofía tiene por objeto al propio ser, en general. —¿No se percibe que esta respuesta nos remite, de nuevo, a la disyuntiva de las partes y el todo? Si el cometido de la filosofía es pensar el ser, ¿qué contenido habrá que dar a esta noción del ser? ¿Se pondrá la filosofía en el lugar de las diversas ciencias y actividades espirituales o prácticas, como aun creyó poderlo hacer con Hegel, intentar una deducción lógica y sistemática de lo real paralela a la de las ciencias concretas? Sabemos por lo demás que tal método sólo puede ser una quimera. Las actividades no filosóficas, después de todo, también tienen al ser por objeto, y negarlo ya es, precisamente…, una tesis filosófica. ¿Será el cometido de la filosofía el pensar el significado de las ciencias, no el de ponerse en su lugar? Esto nos remite al problema de toda filosofía reflexiva, basada en informaciones previas. En fin, podríamos decir también que el papel de la filosofía consiste, dentro de los límites de mi conocimiento y de mi experiencia, en pensar en lo que me sucede con relación al sentido de mi existencia. ¿Pero no es ésta tan solo una de las concepciones de la filosofía, cuya historia, lo vimos, cuenta con muchas otras? Y, además, por otra parte, ¿en qué es exclusivamente filosófica esta preocupación? La reflexión moral, el arte, la historia ¿no son también reflexiones sobre el sentido de la existencia? Sí, dirán los profesionales, pero la diferencia es que la filosofía tiene un carácter demostrativo, apodíctico, sistemático; lo cual, lo hemos visto, es falso.

Parece llegado el momento de proponer el abandono de la palabra filosofía, que no remite a ningún dominio determinado y tan apenas sirve de espantajo destinado a impresionar a los “literatos” y, ante cualquier intento de rebelión por su parte, a hacerles volver en razón, me atrevo a decir. Lo que existe no es “la” filosofía, es un cierto número de libros, escritos por personas más o menos capaces sobre los asuntos más diversos. En principio estas personas reflexionan, tratan de sostener lo que dicen con argumentos y de dar el interés más amplio posible a sus textos. Para ello se les permite forjarse un cierto vocabulario, a condición de que sea para ganar precisión y no para perderla. Si estas condiciones se satisfacen, entonces podremos decir a veces, con mucha cautela, que tal o cual libro tiene un valor “filosófico”. Pero será porque esas condiciones se satisfacen, y no por una participación mágica en un absoluto, en una hipóstasis, que sería LA filosofía.

No obstante, los filósofos de nuestro tiempo permanecen fieles a este ideal medieval más o menos conscientemente, a esta noción implícitamente religiosa de su papel, y llaman filosofía a ese sueño de una disciplina rectora, que sería a la vez ciencia y sabiduría, conocimiento de lo absoluto y principio jerarquizante del resto de conocimientos, que tomarían de ella su significado último. La filosofía de nuestra época es un intento desesperado por ocultar, y ocultarse a sí misma, la dispersión de tal concepción.

No hace mucho, con Bergson, por ejemplo, establece como principio que el papel de la filosofía no es otro, en realidad, que explicar el mundo exterior, ámbito en el que las ciencias de la naturaleza han conseguido “éxitos incuestionables”. A partir de ese momento, la filosofía se reserva la esfera espiritual. Pero precisamente el filósofo tendrá que rectificar ahí errores que provienen de haber creído poder utilizar para el conocimiento del espíritu, de manera abusiva, los métodos adecuados al conocimiento de la materia. Una vez recuperado el “leve adelanto” tomado por las ciencias del mundo exterior sobre las del mundo interior (hecho puramente accidental, de paso; en una página reveladora de La energía espiritual, Bergson se complace en pintar el panorama de una humanidad en la que sucedió lo contrario. ¡Bonito ejemplo de rigor filosófico...), cada categoría de lo real será estudiada según el método que le sea propio. Bergson cree haber dado así respuesta a las objeciones aducidas contra la concepción tradicional de la filosofía. “Ya no abarcaría de un solo golpe de vista la totalidad de las cuestiones, escribe en El Pensamiento y lo Moviente, pero daría, de cada una, una explicación perfectamente adaptada a ella, exclusiva”. ¡Como si hubiera alguna diferencia! ¡Como si asignando a las ciencias de la naturaleza lo que él cree que es su objeto, su papel y su método, para mejor distinguir en ellas la concepción mental que considera auténtica, Bergson no hiciera jugar a la filosofía, ipso facto, este papel rector en el que “abarca la realidad toda”! De hecho, Bergson se adscribe a una cierta concepción de la materia y de la vida para poder limitar la jurisdicción de las ciencias, a pesar de sus afirmaciones iniciales, para, al final, desembocar en el panpsiquismo, una tesis metafísica sobre el conjunto del ser.

¿Era posible que fuera de otra manera? No, salvo reduciendo la filosofía a un protocolo, lo que es el caso de Husserl, por ejemplo. Husserl pretende hacer de la filosofía una “ciencia exacta”. No será pues ni reflexión sobre la cultura, la Weltanschauung de una época; ni, evidentemente, una vuelta a empezar de ciencias ya establecidas, puesto que el papel de la filosofía será, precisamente, “cimentarlas”, sostener el sentido, aquello de lo que no son capaces por sí mismas a causa del naturalismo que es su propensión espontánea. Destaquemos que la filosofía deberá pues cimentar ciencias ya establecidas como ciencias “exactas” ¡cuando ella aún no lo es! Su propósito es pues constituirse como ciencia exacta cimentando a la vez el sentido de las otras ciencias, de ahí su dificultad en hallar el objeto que le sea propio, puesto que ese objeto se hace, por decirlo así, siempre más difuso cuanto más se precisa, y toda la obra de Husserl no es sino solo un prolongado esfuerzo por encontrarlo, por mostrar que es posible, en lugar de hacer lo que se proponía hacer, de buscar cómo ello es factible, por mostrar que lo es, y, finalmente, sólo parece factible en el marco de una teoría sobre la naturaleza del ser. A medida que las diversas etapas del método fenomenológico se describen con más pormenores, menos captamos en qué consiste la pericia de este método. En el fondo, el problema que plantea Husserl es el siguiente: ¿cómo conocer fuera de todo conocimiento establecido preexistente? Si tal conocimiento existe como título constitutivo, la filosofía está salvada. Pero el fenomenólogo es incapaz de indicar el contenido del conocimiento del que pretende aportar el método. Un análisis fenomenológico metódico no es, y no puede ser casi nunca, más que un ensayo literario, salvo para indicar que sobre la cuestión tratada ya existe una disciplina específica, y que goza de una salud excelente. Hoy apenas existen libros que no se titulen “fenomenología de”, en lugar de “teoría de” o “ensayo sobre”. Pero, en definitiva, la única cosa que la fenomenología describe bien de verdad es el propio método fenomenológico...


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PS del 30ENE2024

Como continuación de lo expuesto en la introducción [153], deseo informar de la publicación de mi traducción de El Antiguo Régimen y la Revolución (ISBN 9788409368433), el gran clásico de Alexis de Tocqueville, según la versión de su primera edición en 1856. 

Incluye por ello dos notas habitualmente omitidas en las traducciones existentes, de las que destaco los 'Impuestos feudales que perduraban en el momento de la Revolución, según los expertos de la época', ya que Tocqueville señala la secular desigualdad de los franceses ante el impuesto como una de las causas de las que surge 1789.

En ella actúo en calidad de traductor/editor/publicista/comercializador... Está disponible en librosefecaro@gmail.com, en relación directa con el lector o librero artesano, y en Amazon-books (si bien en mi edición la impresión final estuvo bajo control, en la plataforma on-line ello no está a mi alcance). En España, la web todostuslibros.com publicita algunas de las escasa librerías que disponen de ejemplares a la venta.

En mi propósito de favorecer en lo posible la difusión del pensamiento y obra de Alexis de Tocqueville -alguien lo tiene que hacer-, he optado por una vía editorial que, si bien me ha permitido establecer un PVP (20€/ud., envío a territorio peninsular incluido. Otros destinos, gastos de envío a determinar según lugar) imposible en un sistema de distribución al uso, limita sobremanera el canal comercial, sin menoscabo de una presentación final de una calidad más que aceptable.

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[9.1Réponses aux Sixièmes Objections  (Edition Adam et Tannery), t. VII, p. 444).

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