Que la
literatura política y su discurso no empleen -o propendan a
emplear- términos de carácter claramente inequívoco,
a estas alturas, resulta algo
simplemente injustificable.
Que las
denominadas ciencias sociales eviten, eludan o no tiendan a
positivarse,
lo mismo.
Que el
lenguaje -herramienta cuyo propósito esencial es comprender
y hacerse comprender, sirva para atizar la
confusión y otros sórdidos intereses, exactamente igual.
La
política, su práctica, su discurso, y su literatura, parece ser desde 1789, fundamentalmente, coto o cosa propia “des
gens
de lettres”.
(Aquí, entre nosotros, los demás mortales somos llamados de vez en
cuando a gesticular para dar la apariencia
de que confiamos en ellos:
liturgia vacua, inane y estéril aún cuando en verdad muchos, ilusos a mi parecer, acuden solícitos al llamamiento; así nos va.)
Pero lo
cierto es que su
fracaso en la guía y gobierno de naciones y otros
grupos sociales, el menester que se arrogan en exclusiva, es
más que palmario: pertinaz, rotundo e incontestable.
O si no, que se me ofrezca el relato del progreso del arte de
organizar la convivencia del sapiens a lo largo de los últimos
100 años. Y la nuestra en particular, por ejemplo, cuando preceptos asentados en 1789, y que no parecen estar en discusión, fueron eludidos por los 7 ponentes que, subrepticiamente, elaboraron el trágala base de nuestra convivencia, la mal llamada Constitución.
Por
contra, está fuera de discusión la mejora en general de las
condiciones efectivas de vida derivada de los avances
científico-técnicos: es inimaginable que ninguno de “ellos”
evite el uso de las herramientas de uso común a su alcance hoy en
día.
También
que la
ciencia está excluida, proscrita y fuera del juego
de la política, de su práctica, discurso y literatura; y
su método, el propio de las ciencias positivas,
también,
salvo situaciones límite como las que rodearon, por ejemplo, el
entendimiento entre Mr. Lloyd-George y el Profesor Weizmann allá por
1916.
¡TAN CLARO COMO LA LUZ DEL DÍA! |
Y
así, en esta muy locuaz circunstancia en la que el ruido de la
necedad -que disfruta de barra libre- apoca y tulle hasta ahogar
cualquier armonía que proceda de las fuentes del saber, es hecho
común ver lo que vemos: cómo en el discurso, la literatura y la
praxis de la política se confunden, sin atisbo alguno de discusión,
DEMOCRACIA con sistema de libertades; CONSTITUCIÓN con Ley
Fundamental o, en el peor de los casos, con Carta otorgada;
SEPARACIÓN DE PODERES con separación de funciones; ELECCIONES con
votaciones, o, en fin, REPRESENTANTE con sujeto emanado de una lista
cerrada urdida por la partida del partido.
¡EN 1789 SE PROCLAMÓ QUE SIN DERECHOS GARANTIZADOS, NI DETERMINADA LA SEPARACIÓN DE PODERES, NO HAY CONSTITUCIÓN EN MODO ALGUNO! |
Y lo que
es
broma
del peor gusto, por escandalosamente inaceptable,
por parte de los actores de ese reparto: la
pretensión de establecer tesis consistentes a
partir de errores de bulto como los señalados, errores tan enormes y
perceptibles como irrefutables.
Así
que, con semejante tropa, estamos en el mejor camino para no llegar a
otro sitio que no sea el despeñadero.
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